lunes, 21 de febrero de 2011

DESIERTO


Era difícil encontrar el camino. La luz cegadora y el calor arrasaban aquel lugar. Ellos no lo sabían aún, pero ya estaban perdidos. Ante sus ojos, por encima de la tierra agreste, se alzaba una cortina invisible que ondulaba el paisaje con suavidad como cuando se acerca la marea de los recuerdos lejanos. Todo a su alrededor era semejante: piedra y tierra. ¿Dónde estaban ahora? Creían que debían encaminarse hacia el norte, siguiendo sus propias sombras bajo ese sol implacable. Pero todo era ya inútil. El puesto más cercano no se vislumbraba y cualquier signo de vegetación era insuficiente para refugiarse de la amenaza de la insolación y la muerte.

Por fin encontraron un caminante desaliñado que apareció sin saber cómo ni de dónde y siguió su ruta cerca de ellos sin apenas inmutarse, tal como si deambulara entre miles de personas en Trafalgar Square, pasó junto a ellos sin mirarlos, sin la más pequeña señal de atención, ni un saludo con la mano, ni un tic de incomodidad. Y le siguieron, ya que, aparentemente, sabía hacia donde se dirigía. Este hombre insólito tampoco se preocupó por los que le seguían recubiertos de lujosos harapos, “burgueses de Calais”, no parecía importarle que fueran a su espalda, como si él fuera su única salvación, sumisos a que él, un extraño, decidiera su destino en aquel infierno.

Pero, la apriencia extraordinariamente segura, febril y obstinada, del hombre que fue su brújula en ese último día no fue más que otro espejismo, otro efecto del sol, que con su luz blanca quemaba el cerebro y las ideas aún antes que la piel. Enloquecido, estaba muerto antes de caer.

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M.J.

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